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  • Foto del escritorAlejandro Ordoñez González

Fin de travesía.

Desperté con la certeza de que, como todas las mañanas, llamarías por teléfono, así que tomé el inalámbrico y el celular y los puse sobre la caminadora, para escuchar sus timbres. Tres kilómetros después, con la respiración y el ánimo entrecortados, los puse cerca de la regadera y me bañé con el cancel abierto, pues temía no escucharlos. De camino a la oficina cerré los cristales del auto y apagué la radio para que nada me impidiera escuchar la alegría de tu voz; sabía que se te habría hecho tarde una vez más y pagarías tu retraso con palabras amorosas que sabría sacarte con un poco de paciencia.

La mañana se fue lenta y aunque no llamaste me resistí a creer que me hubieras olvidado tan rápido, así que esperanzado me dirigí al restorán donde comíamos a diario. Me senté en el lugar de siempre, sólo para encontrar, en su misma mesa, al hombrecillo que no dejaba de verte mientras le correspondías con miradas y sonrisas muy discretas, aunque no lo suficiente como para que yo no lo notara; aquél que era director en tu empresa, hombre de mundo, inteligente y culto; casado, eso sí, pero que seguro se divorciaba, decía su secretaria; de un nivel social y económico tan alto que seguramente sería incapaz de poner sus ojos en una persona tan sencilla como tú, a la que solo podía querer un hombre tan humilde y tan pendejo como yo, dijiste -más o menos-. El no se asombró de verme solo y en sus labios apareció una sonrisa y un ademán de desprecio y burla. Sin saber qué hacer, no se me ocurrió mejor cosa que escribir algunas frases cursis de amor dedicadas a ti, mientras lo veía a hurtadillas; él, por su parte, me observaba con aire de superioridad. Molesto, rodó una lágrima que para peor suerte fue a caer sobre las frases de amor que acababa de escribirte, dejando algunas de ellas deslavadas y otras ilegibles. Quiso la suerte que más tarde me encontrara con tu director, en la sección de libros, cuando compraba un ejemplar de “Veinte poemas de amor y una canción desesperada”, lo que me hizo recordar los momentos iniciales de nuestra relación, cuando yo te cortejaba o tú me seducías, no lo supe bien, y una tarde, con los ojos entornados, en tono romántico y con la voz ronca me preguntaste si conocía un poema que empezaba más o menos así, dijiste: “Puedo escribir los versos más tristes esta noche/ escribir por ejemplo la noche está estrellada y tiritan azules los astros a lo lejos...” Es Neruda, te dije, y en la siguiente cita aparecí con el poemario y una rosa roja, la más hermosa que hubieras visto jamás, amor, dijiste; yo leí los versos que más te gustaron, con ese estilo sugerente y esa voz tan varonil que tengo para leer poemas, dijiste; aunque debo reconocer que varias semanas después no dejé de sentirme desconcertado cuando en un librero de tu departamento encontré seis ejemplares del mismo poemario y no fue sino por mi extremada buena educación, mi discreción y mi caballerosidad, unidas a que en ese momento apareciste intempestivamente, que no los revisé para ver quiénes te los habían dedicado. La suerte siguió guiando nuestros pasos y así, de pronto, me encontré a unos metros del director, por el sendero que va hacia tu oficina, muy cerca de donde una señora vende las rosas rojas que solía regalarte; y de habérmelo imaginado habría corrido por delante del director para comprar todas las rosas rojas, de la señora, y dejarlo sin la oportunidad de llevarte la flor más bonita que jamás hubieran visto tus ojos, amor, como le habrás dicho después. A las ocho de la noche decidí darte otra oportunidad y, presa de excitación, marqué a tu oficina, solo para enterarme, por boca de una de tus enemigas, que te habías ido desde las seis, pues tenías un compromiso que te hizo partir a toda prisa, bañada en el perfume Obsession que te regalé por tu cumpleaños. Agobiado por los peores presentimientos y presa de la angustia, después de reflexionar decidí solicitar a la telefonista que te vende zapatos, fingiendo la voz para que no me reconociera, me comunicara al despacho de tu director. No está, me dijo su secretaria. No regresa, salió desde las seis de la tarde, arreglándose la corbata, oliendo a Astringosol y a”Obsession for man” que tal vez le regalaste tú, como lo hiciste cuando empezábamos, aunque ya después no volvieras ni a acordarte.

Pasé la noche imaginando lo que debió suceder en aquella primera cita, con el sufrimiento a flor de piel y el inalámbrico y el celular en la almohada de al lado, por si me llamabas como lo hacías todas las noches para desearme felices sueños. Al día siguiente, no obstante que las evidencias te acusaban, decidí darte una última oportunidad, por lo que salí de la casa antes de las seis para esperarte en el estacionamiento de empleados. Llegué ahí antes de las siete de la mañana, y no dejó de sorprenderme que en medio de aquel desierto sólo tu coche y el del director brillaran con los primeros rayos del sol así que, haciendo de tripas corazón, me fui a tu oficina para pedirte perdón por lo que hubiera podido haberte hecho. Ya ahí me encontré con tu privado apagado y de no ser por tu bolsa abierta y una estela inconfundible de Obsession que se desvanecía a lo largo del pasillo, habría creído que no habías llegado. Me fui de puntillas, como quien va a hurtar algo, hasta el despacho del director, pegué el oído a la puerta y escuché algunos sollozos, rumores y quejidos que me llevaron, sin pensarlo, a tratar de abrir la puerta. Por fortuna el seguro estaba puesto, y creo que fue lo mejor, porque qué tal que te encuentro haciendo con él lo que hacías conmigo cuando llegabas temprano a mi oficina.

Pasaron los meses, ¿tal vez los años? Difícil saberlo, porque la soledad se va acumulando como los intereses que cobran los banqueros, pues diariamente hay que sumarle, al saldo de los recuerdos, el producto que resulta de multiplicar la tristeza por los sufrimientos. Así, un buen día decidí ir a comer al mismo sitio donde lo hiciéramos durante tanto tiempo. Me senté en el lugar de costumbre, sólo para encontrar, en su misma mesa, al hombrecillo que no dejaba de mirarte y tú le correspondías con miradas y sonrisas muy discretas; aquél que una tarde me viera con aire triunfal y despectivo, aunque ahora no me reconoció, pues estaba absorto viendo a un fulano gordo que, sentado en otra mesa, no dejaba de observarlo con aire de burla y de cinismo. Solícita se acercó la mesera que nos atendía. Me reconoció de inmediato o recordó el veinte por ciento de propina que siempre le dejaba. Dijo que me extrañaban mucho por ahí, todos menos tú y él, claro; y es que de seguro tu hombrecillo dejaba apenas el diez por ciento de propina. Me dijo que durante meses habían lucido amorosos y apasionados y que también te daba tiernos besos en la frente, al momento de la despedida. El director sacó de su bolsillo una pluma fuente Mont Blanc idéntica a la que me regalaste, cargada con tinta sepia, como la mía, que todo ejecutivo de éxito debe tener, nos dijiste a mí y de seguro a él. Sin saber qué hacer, empezó a escribir poemas de amor, mientras el gordo vaciaba su cartera y ordenaba sus billetes, por denominación, y sus tarjetas de crédito; de tanto en tanto, ambos se veían a hurtadillas, el director naufragaba en la depresión y el gordo se ufanaba de algún secreto triunfo. Es que, me dijo la mesera, el gordo es primo de los dueños. Clavos de Jesucristo, exclamé, qué lejos has llegado, mi alma. De pronto, una gruesa lágrima cayó sobre el inconcluso verso, dejando ríos, color sepia, donde antes reinaban palabras de amor.

Quiso la suerte que después nos encontráramos en la sección de libros -el director y yo-, detrás del hombre gordo, quien hojeaba un ejemplar de Veinte poemas de amor, aunque para sorpresa de ambos lo arrojó despectivo como si se tratara de algo sucio. Mientras se aseaba con fruición, auxiliado por un palillo, los incisivos, colmillos y molares me preguntaba qué podría pensar una persona tan asquerosa como tú de ese rito supuestamente aséptico, preámbulo inevitable para los besos apasionados con los que se separan los amantes nuevos. La suerte siguió queriendo que los pasos de los tres continuaran unidos por el angosto sendero que va hacia tus oficinas y en ese momento vimos cómo el gordo rico se acercaba a la vendedora de flores, como barco bamboleándose en alta mar y con la prepotencia de quien juega a voy derecho y no me quito. Seguros de que te compraría la rosa más linda que jamás hubieras visto, amor, como le dirías después, perdimos el resuello cuando se detuvo frente a la señora y se llevó la mano a la cartera, sólo para sacar un nuevo sobre con palillos, mientras escupía sobre las flores el usado casi desecho, con el desdén y la indiferencia propia de los ricos, mientras la pobre vendedora se apresuraba a retirar sus ramos ante el inminente pisotón que el gordo estuvo a punto de darles.

Detuve mis pasos, vi alejarse a aquellos dos hombres por el sendero empedrado, como si fueran dos sombras. Recordé que no todo en la vida es el dinero y me diste pena. Compré una rosa, aspiré su penetrante aroma, como si fuera el propio perfume de la vida; regresé a la librería y me acerqué a una despampanante criatura que hojeaba Veinte poemas de amor…

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