Vacacionábamos en un hotel “gran turismo”, de esos que suelen ser visitados por gente de elevado nivel social y económico de todo el mundo. Aquéllos en los que las cenas parecen desfiles internacionales de modas y las muchachas se arreglan como si acudieran a la recepción de una embajada. Sitios en los que mi esposa se desenvuelve como pez en el agua porque si bien no tiene la frescura de la juventud, a sus sesenta años su elegancia y glamour la hacen destacar por encima de mujeres muchos más jóvenes; además de que dos de sus grandes pasiones son la buena ropa y las joyas que combinadas con su buen gusto y desenvoltura la convierten, frecuentemente, en el centro de las miradas.
Estaban en una mesa contigua. Ella con aspecto de princesa; él, desaliñado, pero lo que realmente llamaba la atención era su pequeña hija, una rubiecita de ojos claros que andaría por sus cinco años, cuya imagen angelical nos hizo recordar a Madeleine, la desventurada niña inglesa que una aciaga noche desapareció de su hotel, en Portugal, y no volvió a saberse nada de ella. La criatura estableció pronto contacto visual con mi esposa, nada extraño porque aunque no tuvimos la fortuna de ser padres, tenía el don para conquistar a las niñas, en especial de esa edad. Pronto la pequeña se instaló en nuestra mesa y ante la aflicción de su joven madre empezó a ganar confianza. A señas, porque no hablaba inglés, hizo que mi mujer le pusiera el collar, los aretes, el anillo y la pulsera de perlas, luego hurgó en la bolsa de mano de mi esposa hasta dar con un espejo. El5 juego terminó cuando su madre, en verdad apenada, le hizo devolver las alhajas y señaló a su padre quien la veía sin poder ocultar su malestar. A señas porque nunca supimos qué idioma hablaban, se deshizo en disculpas y se retiraron. Creímos que serían rusos o de algún país de la ex república soviética. Ya en el cuarto descubrí un dejo de nostalgia y de tristeza en mi mujer que me hizo ver cuánta falta le había hecho ser madre. Volvimos a recordar a la desventurada Madeleine y a imaginar lo que habría sido nuestra vida con una hija como esa pequeña que la había cautivado.
Al otro día nuestros camastros de playa quedaron contiguos, lo que Nadia (así se llamaba la niña) aprovechó para ganarse el afecto de mi esposa, la tomó de la mano y la llevó adonde un instructor dirigía los ejercicios aeróbicos, luego dibujaron durante largas horas y se lanzaron en repetidas ocasiones por el tobogán.
Las cenas de las tres noches siguientes fueron repetición de la primera, si bien las alhajas que más gustaron a Nadia fueron las esmeraldas que trajimos de Cartagena de Indias y lo que más conmovió a mi esposa fue un dibujo que le obsequió la pequeña en la que aparecían, en medio de un corazón, ella y mi mujer como si fueran madre e hija. Mi esposa, algo inusual en ella, dijo necesitar un baño sauna, un corte de cabello y un masaje en el spa del hotel así que durante horas quedé solo. Volvió cerca de la hora de la cena y al ver su depresión me pregunté si no habría cometido un error cuando me opuse a la adopción. Rompió un vaso y se le cayó el perfume, displicente sacaba de la caja de seguridad del cuarto el juego de rubíes que luciría esa noche cuando oímos los desesperados gritos de una mujer. Salimos al pasillo, era la mamá de Nadia quien al vernos se arrojó a los brazos de mi esposa. Lloraba desconsolada. Comprendimos que buscaba a la niña. Bajamos a recepción, ante la incapacidad de la mujer para comunicarse explicamos al jefe de seguridad lo que creímos que ocurría. Cerraron los accesos del hotel y ordenaron revisar los equipajes de los huéspedes que se retiraban. La noche había caído, con la ayuda de lámparas fuimos a la playa, revisamos salones, jardines, restoranes, bodegas, albercas, frigoríficos y contenedores de basura mientras otros recorrían, de extremo a extremo, el campo de golf. Ni mi esposa ni yo hablábamos pero ambos pensábamos en la terrible tragedia que estaría viviendo esa nenita; nos veíamos a los ojos y en la mirada del otro descubríamos la preocupación que nos causaba el trato dado a otras niñas en iguales circunstancias y nos preguntábamos si seguiría viva o si volveríamos a saber de ella porque el recuerdo de Madeleine nos tenía impresionados. La madre estaba a punto del infarto, a duras penas logramos hacerla ir al consultorio del hotel. Bajamos a los pisos subterráneos del estacionamiento. Escuchamos gemidos, quejas; con los nervios de punta nos acercamos al auto de donde provenían los ruidos. Abrimos la portezuela trasera, era la joven esposa de un hombre mayor retozando con un joven acompañante.
Nos dio la madrugada, la policía municipal tenía acordonado el edificio, no había más qué hacer. Logré convencer a mi esposa para que nos retiráramos a nuestra habitación para descansar algunas horas. Nunca había estado tan abatida. No había parado de llorar en silencio, con su cabeza recargada en mi hombro dejó que guiara sus pasos. ¿De la niña?, pues qué decir. Jamás volvimos a verla o a saber de ella, tampoco volvimos a ver ni a saber nada de sus padres, ni de los juegos de alhajas con perlas, esmeraldas, brillantes y rubíes…
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