A la memoria del abuelo Miguel.
Para: Mario Iñaki, Andrea
Julene, Patrick, Manjul , Troy y Galia .
Había una vez una familia como hay muchas: Eran papá Guille, mamá Ode y dos hijos pequeños: Pablo, quien tenía siete años y estaba en preprimaria; y Sofi, de cinco, que asistía al kínder; mamá Ode trabajaba en una compañía aérea y papá Guille en un banco, por lo que salían de casa muy temprano y no regresaban hasta la noche, encontraban a sus hijos dormidos y no podían platicar con ellos. Había algo diferente en la familia pues vivía con ellos el papá de mamá Ode, quien atendía y jugaba con los niños. Cuando era joven como papá, el abuelo Miguel había tenido un rancho, por lo que sabía ordeñar a las vacas y mugir como ellas, montar a caballo; sembrar semillitas de maíz o de frijol; orientarse en pleno bosque y seguir un rumbo determinado, aunque no hubiera un camino marcado, sin peligro de perderse; cosas que a pesar de ser tan valiosas en el campo no importaban en esa casa ubicada en la ciudad.
El abuelo conocía todas las historias de princesas encantadas y de caballeros; sabía, sin que Sofi tuviera que explicarle, cuándo se había convertido en la princesa Aurora, en la sirena encantada o en algún otro de los personajes que vivían en la mente de la niña; además era capaz de luchar durante horas con la espada de Darth Vader, a pesar de que los moretones y el dolor en las manos no se le quitaran durante días; y de construir increíbles naves del espacio o las más bonitas casas de muñecas con la ayuda de un cobertor; y por si fuera poco, era el único que bajaba a la cocina, sin importar la hora de la noche, por los vasos de agua que pidieran sus sedientos nietos.
Mamá Ode tenía tres hermanos que habían formado sus propias familias, pero siempre decidían lo que haría el viejo, sin escuchar su opinión; por eso cuando el abuelo sabia que vendrían a comer a casa llamaba a Sofi y a Pablo y les decía: Les voy a echar estos polvos mágicos que nos vuelven invisibles y mudos para el resto de la gente, así que sólo entre nosotros podremos vernos y oírnos. ¿Por qué, abuelo?, preguntaban Sofi y Pablo. Es que hoy vienen a comer tus tíos, así que podremos decir y hacer todo lo que querramos sin peligro de que nos vean o nos escuchen. Acérquense para que los polvos invisibles les cubran todo el cuerpo.
Llegaban los tíos a comer, papá Guille decía: El próximo sábado vamos a Cuernavaca, así que alguien deberá llevarse al abuelo. Convive con nosotros todo el año, sería justo que lo tuvieran en su casa algunos fines de semana. Cada día se comporta más como niño, hasta parece que tenemos tres hijos; desde que le ha dado por jugar a la Guerra de las Galaxias tiene a Pablo lleno de moretones por los espadazos que le da; además le llena la cabeza a la niña con historias de princesas y de príncipes encantados.
Uno de los tíos dijo: si quieren me lo llevo, tengo un compromiso el fin de semana, así que podría hacerse cargo de mis niños. Como quieran, dijo otro de los tíos, porque yo tengo tareas de carpintería en las que podría ayudarme. Y ocurría que abuelo Miguel protestaba: De ninguna manera. Quiero ir con los niños a Cuernavaca; pero todos seguían platicando como si no lo hubieran escuchado, entonces Sofi y Pablo pedían primero con voz baja y luego a gritos que el abuelo los acompañara porque nadie jugaba al tiburón como él, pero tampoco parecían oírlos, aunque eso es un decir, porque llegaba el momento en que mamá Ode se hartaba y a pesar de los polvos invisibles los veía y los oía, y con malos modos mandaba a los tres castigados, sin cenar, a sus cuartos.
Y entonces, érase que se era, un buen día fueron de excursión. Se divirtieron como nunca. Recogieron las piñas de los árboles y jugaron guerritas; además, el abuelo los llevó hasta la entrada de una oscura cueva donde vivía un duende al que llamaron por su nombre y temblaron al escuchar cómo contestaba el aire al pasar entre las piedras. Uyyy. Habían terminado de comer cuando escucharon voces que a poco se convirtieron en gritos: ¡Carla, Carla! Repetían desesperados sus padres, los amigos que los acompañaban y pronto todos los excursionistas que estaban en el lugar. Jugaban a las escondidas y Carla, una niña de cinco años, se fue a ocultar y no había vuelto. Todos hablaban de ello y no faltaba quien dijera haber visto el rojo de su falda en tal o cual dirección, todos opinaban y a todos escuchaban con atención; tal vez por eso abuelo Miguel se decidió a hablar: Se fue rumbo a esa montaña que está hacia el norte, dijo. Pero como el abuelo se había puesto los polvos invisibles nadie lo vio ni lo escuchó. Se organizaron grupos de personas que fueron en su búsqueda por varias direcciones, menos hacia la que decía el viejo. Faltan menos de tres horas para que oscurezca, dijo el abuelo a los nietos, así que voy a buscarla. Vamos contigo, dijeron los niños. ¡No!, contestó el abuelo, sería peligroso, quédense aquí, caminó hacia el auto y aunque hacía calor tomó la chamarra para la nieve de papá Guille y el cuchillo de monte que había escondido en la cajuela.
No le fue difícil encontrar el rastro de la niña, la había visto correr a esconderse, así que descubrió sus pequeñas huellas y las fue siguiendo, a veces era una rama rota o una hoja arrancada, a veces un piecito marcado en el lodo. Un broche para sujetar el cabello le hizo ver que iba en la dirección correcta. Era casi noche cerrada cuando llegó a una peligrosa cañada, vio los resbalones de sus huellas y supo que estaría por ahí, así que pronunció su nombre, al principio muy quedo, luego fue levantando la voz: ¡Carla, Carla! Primero fue un murmullo, después el volumen fue aumentando en la medida en que él se iba acercando. La encontró llorando sobre una roca. Tenía el tobillo lastimado y no podía caminar. El abuelo se acercó, hablándole con cariño: princesa Aurora, eres tú, ¿verdad? Lo supe desde que te vi, no temas, vine a salvarte, soy el príncipe Arturo, sólo que una bruja me hechizó y me convirtió en viejo, pero bastará que un sapo me bese para volver a ser joven y guapo. -La niña sonrió- El la cubrió con la protectora chamarra e hincando una rodilla en tierra, como si estuviera hablando a una reina, le explicó la situación: Princesa Aurora, la noche cae, en la oscuridad perderíamos el camino y correríamos el riesgo de encontrarnos con algún dragón o uno de esos seres malignos que habitan en la oscuridad y no vaya a ser que nos conviertan en sapos, así que pido su autorización para construir un castillo donde esperaremos el amanecer para volver adonde están los reyes vuestros padres. Te doy permiso, dijo la princesa y entonces él le dio a guardar su espada Excalibur, que por un hechizo había sido convertida en palo, y se puso a recoger leña. En la chamarra de papá Guille halló unos cerillos con los que prendió una fogata. La princesa Aurora, con la certeza de que sus deseos serían cumplidos, dijo: príncipe, tengo hambre. No os preocupéis princesa, dijo el viejo, mientras sacaba de las bolsas de su overol un tamal de pollo, un bolillo y una barra de chocolate. Verás princesa, dijo en tono apenado, mientras partía aquellos manjares en dos porciones y le entregaba una, siempre estoy preparado por si un hada maligna me manda a dormir sin cenar. Cuando la niña oía ruidos él sacaba del fuego una larga vara que agitaba al viento mientras repetía a gritos las fórmulas mágicas y bailaba para ahuyentar a los dragones hasta que ella reía y se volvía a quedar dormida. Por la mañana la pequeña volvió a repetir: príncipe, tengo hambre. El sacó de su bolsillo la segunda porción y se la dio. Ella no quiso aceptar pues, dijo, era de él, pero el príncipe le explicó que debido al encantamiento no necesitaba alimento. La cargó sobre sus hombros, le dijo que era un caballo blanco y entre relincho y relincho emprendieron el regreso. Al llegar adonde estaban los autos encontraron a una gran cantidad de personas, había tiendas de campaña de la cruz roja y rescatistas voluntarios. Nadie les prestó atención; después de todo, los polvos invisibles surtían sus efectos. Al fin Pablo los descubrió. ¡Es el abuelo, volvió el abuelo!, gritó, trae a salvo a la niña…
Se despidieron, ella besó su frente después de que él juró que ni ese beso ni el de ningún sapo romperían el hechizo y seguiría siendo viejo, pues la niña dijo que a ella le gustaba así, que le parecía el príncipe más guapo y más valiente que había conocido y que lo recordaría toda su vida.
La semana se fue entre entrevistas para periódicos y programas para la tele. El domingo, al terminar la comida familiar, el abuelo llevó a Sofi y a Pablo a su recámara, les mostró un saco de piel y les dijo: son los polvos mágicos, vamos a guardarlos en el cofre, son un verdadero tesoro, pero creo que no volveremos a necesitarlos.
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