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Foto del escritorAlejandro Ordoñez González

Novela Los diarios perdidos de Colón. (Prólogo)

Suzanna di Fontanarrossa fue una mujer adelantada a su tiempo. Enseñó a sus hijos a leer y escribir y para fomentarles el hábito los acostumbró a anotar, cada noche, los sucesos del día. Su hijo Cristóbal halló gusto en esa actividad y empezó a escribir sus infantiles hallazgos. Los diarios que se refieren a esos años terminan a su llegada a las islas Madera. Lamentablemente esos libros se perdieron y no se sabe si están en Porto Santo o en ciudad Funchal, pues en ambos lugares existe la leyenda de que don Cristóbal los enterró debajo de donde estuvieran las casas de los Perestrello, antes de viajar a Lusitania. La segunda parte de los diarios inicia al regresar a Lisboa para entrevistarse con Juan II de Portugal y termina poco antes de su muerte. Dichos libros fueron reunidos gracias a la tenacidad del fraile franciscano Juan Pérez, prior del monasterio de la Rábida, quien convenció a Briolanja Moniz y a Beatriz Enriquez, -cuñada y pareja de don Cristóbal-, para que se los entregaran y con el deseo de escribir su biografía entrevistó a las personas que conocieron al almirante. Cuando fray Juan Pérez concluyó su tarea, se dispuso a viajar a la ciudad de Asís. Por fortuna, antes de partir ocultó los originales en un nicho que mandó cubrir, en el muro norte de su celda, en el monasterio de Santa María de la Rábida, y se llevó una copia hecha por los franciscanos, durante la investigación. Por fin, en agosto de 1516 embarcó en una carraca que lo llevaría a Italia; sin embargo, la nave naufragó en el Estrecho de Gibraltar y se fueron al fondo del mar el fraile y la copia de los diarios de Colón.

Nadie volvió a acordarse del original oculto en los muros del monasterio de Santa María de la Rábida y no fue sino hasta 1857 que volvió a saberse de ellos, cuando el gobierno del general Ramón María Narváez ordenó demoler el monasterio, instrucción que ignoró Mariano Alonso, gobernador de Huelva, quien se negó a derruir el monumento; sin embargo, cuando logró detener la destrucción, los obreros habían iniciado los trabajos donde siglos atrás se ubicara la celda de fray Juan Pérez. Al hacerlo, dieron con un saco que contenía numerosos libros viejos que amenazaban con convertirse en polvo y un bolso con máscaras de oro, perlas y artesanías hechas por los indios de las islas de las Antillas, que Bartolomé Colón le obsequió a fray Juan.

Los obreros guardaron en secreto el hallazgo, volvieron a enterrar los libros y se repartieron las joyas. Una máscara de oro fue adquirida por Pedro Alonso, descendiente de la familia Niño, quien había visto una similar en casa de sus abuelos, que fuera llevada por don Peralonso Niño, de la isla La Española, en el primer viaje a las Indias Occidentales. Intrigado, invitó al obrero que se la vendiera, a una taberna, ahí supo la verdad: la máscara provenía de la Rábida, donde seguían ocultos unos libros misteriosos que parecían ser de época similar. La máscara junto con la leyenda fueron pasando a sus descendientes y si bien la leyenda perduró, no ocurrió tal con la joya, pues desapareció a fines del Siglo XIX. Perdido dicho tesoro, única prueba de que documentos importantes se ocultaban en la Rábida, fue imposible obtener autorización para investigar al respecto y no fue sino hasta la década de los treintas, del siglo pasado, cuando el historiador andaluz Pedro Baltasar y Niño compartió el secreto con unos artistas que impresionados por el relato consiguieron autorización para horadar los muros, lo que permitió dar con los documentos. Mas la guerra civil tomaba fuerza y aquel puñado de republicanos intuía que sus vidas y el tesoro recién rescatado se hallaban en peligro. Así, no resultó extraño que el poeta del grupo, un joven de nombre Federico, insistiera en la conveniencia de dejar los diarios en lugar seguro y para ello qué mejor -dijo-, que acudir a su fiel amigo Miguel Cabral, quien vivía en la lejana Cantabria.

Bastó llegar a Santander y conocer a Miguel Cabral para que Pedro supiera que el mundo no volvería a ser el mismo. Miguel era, además de unos ojos encendidos, heredero de los Santángel, por tanto, descendiente de judíos conversos. La guerra, con sus peligros y hasta la propia vida se detuvieron ante el hechizo de aquellos ojos verdes y esa sensación de desamparo que producía la flaca silueta del montañez. Pronto supieron de las derrotas de los republicanos que, entre otras cosas, dispersaban a los amigos. Unos se fueron a otros países de Europa; algunos más, hacia América; otros decidieron quedarse en España a cumplir con su destino. Cuando Pedro se enteró que Federico se negaba a partir le escribió una carta: se reunirían en Granada, ciudad a la que ninguno llegaría, pues les aguardaban los fusiles. Las malas noticias vuelan. Al saber -Miguel Cabral- que su nombre se encontraba entre las listas de los sospechosos tomó el baúl que le dejara Pedro y con identidad falsa escapó por aquel mundo de túneles y rieles. Se le vió huyendo, huyendo siempre del destino: primero de los falangistas, pronto de los nazis; y él, que venía de una familia que había sufrido los fuegos de la Inquisición, intuía el nuevo peligro y trataba de poner tierra de por medio. Las victorias alemanas del verano del cuarenta le hicieron comprender que en ningún lugar estaría más seguro que en América. Reunió su escasa fortuna, tomó el baúl y partió hacia Lisboa, donde abordó un carguero que lo llevó a Nueva York.

Enfermo y deprimido por la muerte de sus amigos, el fin de Miguel llegaba. De pulmonía, afirmaron unos; de soledad, pensaron otros; de tristeza, dijeron los más. El dueño de la pensión abrió el baúl, al no hallar cosa valiosa volvió a cerrarlo y lo vendió a un traficante de arte en mil dólares. El traficante ofreció su tesoro a varias instituciones. Roger Frank, decano de la Universidad Estatal de Washington, pagó diez mil dólares que el traficante pidió por los libros, pues la universidad se negó a adquirirlos. Con acuciosidad los descifró y comprobó que correspondían a la época de don Cristóbal. Por fin, una noche se reunió con la comisión que dictaminaría sobre la autenticidad de los diarios. El fallo fue contrastante: si bien los documentos eran de la época Colombina, había inconsistencias: algunos -escritos en latín- fueron interpolados; había otros con textos parecidos a los que se conservan en archivos españoles; entre ellos, las Capitulaciones de Santa Fe, que de pronto se separaban de los que se tienen como auténticos, para consignar cosas que poco tenían qué ver con los originales. La conclusión fue lapidaria: se trataba de una falsificación y con esa pena se fue a la tumba el infortunado doctor Roger Frank.

Muerto el padre del proyecto y declarados falsos, los diarios se enviaron a una bodega y no sería sino a fines del Siglo Veinte cuando tuve noticias de libros que contenían los diarios apócrifos de Cristóbal Colón. Conseguir una copia de ellos fue fácil, pues a nadie preocupa el uso que se dé a una falsificación. En un lustro comprobamos la autenticidad de los libros y, oh paradoja, sus inconsistencias eran la mejor prueba de su veracidad: estudios grafológicos demostraron que los escritos en latín y otros que parecían copias de las Capitulaciones de Santa Fe habían sido hechos por la misma mano. En posterior viaje al Archivo de Indias en Sevilla comprobamos que el puño que escribió esos documentos era el mismo que enviara cartas a la reina Isabel, cuya firma al calce (Christum Ferens) era la de Cristóbal Colón. Por lo que respecta a los documentos considerados falsificaciones de las Capitulaciones de Santa Fe, encontramos que los dos tipos de letras con que fueron escritos corresponden a fray Juan Pérez, prior del convento de la Rábida y al propio Almirante de la Mar Océano; sin embargo, aclarada la autoría, quedaban en duda las razones por las que se habían apartado del texto original al copiarlo. Días más tarde, la puerta del despacho se abrió lentamente: era mi secretaria, quien dijo estar confundida, pues eran tantas las versiones que habíamos escrito de este estudio, que ahora no sabía si había destruido el original o uno de sus borradores. Revisé las distintas versiones y concluí que si bien todas parecían provenir de una misma matriz de pronto se separaban y decían cosas diferentes. Sonreí y le sugerí tomara la tarde libre. Lo merecía, había descubierto el enigma que los sesudos investigadores de la comisión Frank, como le llamaron, fueron incapaces de entender: las supuestas falsificaciones de las Capitulaciones de Santa Fe eran los borradores de las pretensiones de don Cristóbal que escandalizaron a los sabios de la corte española y habrían de servirle como referencia al firmar los contratos con los reyes católicos. Daban fe de ello la inclinación de las letras que, dijeron los expertos, fueron escritas sobre las rodillas, no de una mesa, ya que quizás se redactaron en la habitación del almirante de la mar océano durante las noches, como lo insinúan varias sombras que resultaron ser residuos de cera y algunas partes con huellas de hollín. Así, sólo resta decir que esta es la historia de esos libros deteriorados que con tanta ilusión escribiera don Cristóbal y con tanto amor rescatara y mandara copiar fray Juan Pérez, que han dado pie a esta narración.

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