A la memoria de la Chatita.
Pasé mi infancia en la casona patriarcal del abuelo Alejandro, veterano combatiente de la Revolución Mexicana. Tal vez el caserón fue construido a fines del Porfiriato y aunque en su momento debió ser magnífico, por aquél entonces acusaba la decadencia de los años. Habían derribado el árbol que alegraba el jardín y la campánula que pintaba el hall con sus diminutas flores lilas se había secado. La construcción y el terreno eran enormes, como todas las casas ubicadas frente al Bosque de Chapultepec. Los techos altos, sostenidos por gruesas vigas traídas del aserradero del abuelo. Puertas tablereadas de cedro o caoba, igual que los muebles hechos por mi general que a más de otras cosas era excelente carpintero. La casa olía a madera fina, a flores, a guisos mexicanos y a la tierra húmeda del patio trasero donde había un gallinero, patos, perros, gatos y hasta una gallina de guinea, de nombre Federica. El Arca de Noé en pleno.
Decían las malas lenguas que no lejos de ahí hubo minas de arena y que los terrenos no eran seguros. Nuestra casona tuvo mejor suerte, fue construida sobre lo que fuera en el pasado un camposanto, como dijera Abrahamcita, una viejecita que hacía las veces de mi nana, que se empeñaba en enseñarme rezos y en hacerme jurar que de grande sería sacerdote, ante la ira incontenible de ese masón que era mi abuelo. Sí, la casa estaba asentada sobre un viejo cementerio abandonado y de cuando en cuando se acordaba de su vocación original pues no faltaba la noche en que se veían brotar del suelo pequeñas nubecillas que de pronto se incendiaban iluminando brevemente la oscuridad del patio trasero. ¡Fantasmas!, gritaban, pero tía Chatita, que entonces era una joven actricita ensayando para debutar en el Palacio de Bellas Artes decía: “es el fósforo de los huesos que yacen bajo tierra”. De día parecía un argumento razonable, pero de noche, frente a esa neblina luminosa no faltaba el miembro de la familia que se persignara y corriera casa adentro. La tribu se complementaba con los numerosos vástagos de una sirvienta que, contaban, fue soldadera, viuda del caballerango del abuelo y de otra mujer que lavaba y planchaba la ropa, cuyos hijos eran aceptados como miembros del clan.
Algo hay que reconocer, apenas caía la noche la casa se llenaba de susurros, ruidos extraños, puertas que parecían cerrarse de golpe, aunque siguieran abiertas. Sombras que se paseaban por el pasillo que iba hacia la biblioteca donde pasaba mis tardes. Yo no sabía de las cosas de Dios o del diablo y por eso no me daban miedo las consejas, así que a menudo me quedaba solo mientras la familia iba a cenar fuera, aunque recuerdo, no sin temor, una vez en la que la tina del baño sonó repetidas veces como si fuera una campana, al ir a investigar no encontré nada extraño y al salir de ahí se reinició el concierto. Sin embargo, la vida corría feliz en la casona y al oscurecer nos reuníamos en la cocina para escuchar historias macabras que acompañábamos con té de canela y rosquillas de azúcar. Eran los años mozos de la Chatita que aún no hacía pública su condición de bruja, aunque no hiciera falta porque daba ya muestras de sus artes adivinatorias y de sus facultades premonitorias. Además los vecinos conocían su destreza con la ouija, misma que manejaba con los ojos vendados, al llegar la noche, siempre que guardáramos silencio. Apagaban las luces de la sala, iluminada sólo por dos velas, nos sentábamos en torno a ella y de la amiga en turno que pedía establecer contacto con el más allá. Mi madre, cuaderno y lápiz en mano iba anotando, ante el azoro general, las respuestas. Sólo yo, un niño que frisaba los siete años, podía repetir las letras que la tabla dictaba, ya que en esa familia de lectores había aprendido a leer a los cuatro años. Y ahí iba yo hilvanando las letras que la manita señalaba: pe, e, ene, de, e… o en ocasiones: ce, hache, i, ene, ge; entonces, con mi impaciencia infantil, me adelantaba al oráculo y gritaba triunfal: “chinga, ah no, chingao” y entonces me agachaba porque sabía que el pescozón de mi madre volaba como eso, como chingadazo.
Daban miedo las habitaciones en desuso que de pronto se iluminaban a media noche a pesar de que no había focos en sus lámparas, pero lo que producía un terror exacerbado era una escultura de barro que tenía la Chatita en su cuarto, a la que prendía una veladora roja. Medía cosa de un metro aunque a mí, que veía a la gente desde abajo se me hacía enorme. Era alargada, parecía un hombre, aunque el pie que asomaba bajo la capa era una pezuña hendida, igual a la de los machos cabríos. Tenía alas dobladas sobre la espalda y su larga cola rozaba el suelo. Sus manos detenían la capa que lo cubría, barba en piocha y cuernos en la cabeza, pero lo que en verdad impactaba eran sus ojillos que irradiaban maldad y parecían seguirlo adonde se desplazara uno dentro del cuarto.
Por las noches, alumbrado sólo por su veladora roja era impresionante porque el chisporrotear de la cera hacía mover su sombra proyectada en la pared y la elevaba hasta el techo. Parecía entonces un ser maligno a punto de atacar a su presa. Además, con el bailoteo de la llama, las facciones de su cara tomaban vida y sus ojillos adquirían toques de una maldad infinita. Fueron muchas las madrugadas en que la Chatita, incapaz de soportar el espectáculo se fue a dormir, aterrada, al cuarto de mi madre. Cuando pregunté quién era, dijeron “Mefisto”, tal vez porque pensaron que Mefistófeles era un nombre muy largo para mí. Mefistófeles, el encargado de capturar almas, Satanás mismo. La tribu en pleno reclamaba a la tía: regálalo, tíralo, no lo tengas en tu cuarto, te hace daño mujer, te lastima, juegas con fuego, si es el propio diablo, y Abrahamcita se santiguaba y me tapaba los oídos para que no escuchara, pero la Chatita se negaba rotundamente y es que parecía estar bajo el influjo de ese maligno ser al que temía, pero reverenciaba con su infaltable veladora roja.
Yo lo contemplaba todos los días cuando al oscurecer salía de la biblioteca para unirme a la tertulia de la cocina, pues pasaba frente al cuarto de la tía y parado bajo el marco de la puerta veía cómo me contemplaba Mefisto con sus ojillos demoniacos que parecían brillar bajo la flama y al brincoteo de ésta su cara se movía, adquiriendo vida propia, extendía los brazos que para entonces habían soltado su capa y sus labios se movían para decir que había venido por mí porque era malo, pues andaba peleando siempre con mi hermana.
Una noche, en plena tertulia, la tía fue a su cuarto a buscar algo. El grito fue desgarrador. Parecía el aullido de una fiera herida: “Mataron a Mefisto, mataron a Mefisto”, decía confundida. Llegamos al cuarto. El diablo no estaba en el nicho y ella señalaba insistente hacia la cama. Separaron las cobijas y ahí, con la cabeza apoyada sobre la almohada, estaba acostado Mefisto. Parecía que estuviéramos abriendo el sarcófago de Drácula porque Mefistófeles estaba a punto de desintegrarse. La pezuña hendida estaba intacta, pero las piernas lucían fracturadas; tenía una severa lesión en el abdomen y las alas rotas; la cara partida en dos, pero los ojillos estaban intactos. De ahí, como en novela de Agatha Christie. Todos a la sala y empezó el interrogatorio aunque de mí, por ser un inocente crío, nadie se ocupó. El crimen debió ocurrir al oscurecer porque la Chatita estuvo ahí hasta que se unió a la tertulia familiar, donde la aguardaba la tribu para escuchar sus tétricas historias, así que todos tenían coartada. El arma del crimen debió ser un palo grueso pues una escoba no habría podido romper el duro material de la escultura y fueron a buscar el arma que nunca apareció. Al transcurso de las semanas se fue olvidando el incidente, aunque si hubieran buscado donde guardaba mis juguetes habrían hallado un balero, un trompo, un arco y flechas, una pelota de esponja, un guante de béisbol y un bate de madera.
Yo seguí con mis rutinas, lo que nunca dije es que todas las tardes, al salir de la biblioteca y pasar frente al cuarto de la tía, el rojo resplandor de la veladora ejercía un influjo sobre mí y atrás de ella Mefistófeles me miraba con gesto acusatorio y sus labios se movían para decirme que pronto vendría por mí, para vengarse…
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