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Foto del escritorAlejandro Ordoñez González

Y la vida siguió


El desmadre empezó al amanecer. Primero fueron las sirenas de los vehículos policíacos; luego los destellos azules y rojos de sus faros se colaron por la ventana -sin cortinas- del cuarto; por último, los gritos de los federales. Supuse que los guarros habrían sido alertados por sus halcones y escapado a toda prisa. De seguro era un operativo contra el crimen organizado; el camino, entonces, estaba libre; aunque eso era un decir porque afuera aguardaban otros peligros. Para evitar contratiempos dejé todo lo comprometedor, me vestí en friega. Descolgué el candado y la llave. Abrí, me asomé a la puerta. Nada, quizás por el escándalo nadie se atrevía a dar señales de vida. Cerré por fuera. Valoré la posibilidad de seguir la ruta que habíamos recorrido esa noche pero concluí que no valía la pena tentar de nuevo al destino; además dicen que no hay nada más seguro, ni nada que descontrole más al enemigo que lo sencillo.

Salí a la calle. Una multitud de encapuchados hombres de negro, con armas de alto poder, encañonaba a unos compas que tenían contra la pared y en vano alegaban inocencia. Algunos eran subidos, entre majaderías y a chingadazo limpio, a las camionetas panel que aguardaban, mientras otros uniformados se introducían -con el cuz cuz a peso- por las lóbregas vecindades. Actúa natural, me dije. Alguien me encañonó con un arma del tamaño de mi miedo. Levanta las manos, dijo una voz de mujer y no te pases de pistola si no quieres valer madres. Giré, como me ordenó. Piernas abiertas y manos sobre la patrulla. La tipa revisó cada pulgada de mi cuerpo, como si me fajara o me confundiera con Papillón. Voltéate, deja caer el morral. ¿Traes armas, drogas, dinero? A una señal se acercaron dos agentes, vaciaron el morral. Volvieron las cosas a su lugar. Vamos a escanearlo, dijo. No te preocupes, te regresaremos tus tiliches y de la lana no te aflijas, que los pinches cien varos que traes no valen la pena. Se llevaron mis cachivaches a un camión de servicios periciales de la Procu. Volvieron. Aventaron el morral. Estás de suerte, más vale que te pires pa otra parte antes que me arrepienta y te cargue la fregada.

Me fui con la cola entre las patas, la tipa hizo señas al retén para que me dejaran pasar. Busqué un café de chinos. Pasé al baño, me lavé la cara, traía la sudadera pegada a la espalda y un sudor frío recorría mi columna. Desayuné rápido y abandoné el lugar al percatarme que al fondo dos hombres me veían y cuchicheaban algo. El resto del día deambulé, hice y rehice el camino para evitar que me siguieran. Llegada la noche regresé al cuarto. Las calles lucían abandonadas; cosa rara en ese rumbo, había el resto de patrullas. Pasé como si nada, llegué a la vecindad, escuché el eco de mis pasos al cruzar sus oscuros patios, siempre alerta por si me atacaban los guarros. Subí las escaleras de caracol, me asomé a los tinacos, con la luz del celular busqué cables ópticos o micrófonos que delataran mi presencia. El candado estaba en su sitio. Giré la llave. Un hedor insoportable, mezcla de sudor rancio, pies y comida putrefacta me recibió al entrar a la pocilga. Me extrañó que el cuarto estuviera a oscuras, supuse que el cerdo miserable se recuperaría antes. Encendí el foco que pendía del techo. El cuarto estaba vacío. Así que el eyaculador precoz, el impotente, el pendejo aprendiz de seductor se había largado. Se me heló la sangre. ¿Cómo lo hizo? Desarmador y pinzas dieron la clave. Madre mía, pensé. Llegué a la mesa. La coca y el fajo de billetes que dejé como carnada habían desaparecido. No importa, pensé, lo arreglo. Fue cuando descubrí que tampoco estaba la pinche charchina, el vejestorio de máquina de escribir donde escondí el plástico adherible. ¡Jesús! Los datos secretos, las fotografías, planos, grabaciones, copias de los documentos… ¿Pero cómo se atrevió este pendejo? Si esa pinche máquina no vale un carajo. ¿Y si la escondió? Quité las cobijas, separé esos hilachos grises que no habían sabido de una lavada en años y la pestilencia aumentó, pero de la máquina de escribir, nada. Levanté almohadas y colchón. Revisé el huacal con libros, tiré al suelo los atados con periódicos viejos, los dispersé en el suelo con la esperanza de encontrarla oculta entre ellos. Levanté la parrilla, con un cuchillo despanzurré el colchón y desmenucé la borra. Nada. Fue un error, concluí, hubiera sido mejor pegarlo en la pared o debajo de la mesa. Pero cómo se atrevió, si sabía que los guarros andaban tras de nosotros lo último que necesitaba era llevar consigo ese estorboso cachivache que le habría impedido correr. Los guarros, sólo faltaba que el nano dispositivo con las bases de datos y la investigación cayera en sus manos. De no ser así había esperanza; con ayuda la recuperaría, el tipo era un don nadie, un pendejo, incapaz de dar con el plástico que desde la madrugada estaba adherido a su máquina y si así lo hiciera no imaginaría su valor, caso contrario si cayese en manos extrañas. Quizás no todo estaba perdido. Tenía dos caminos: o huía o avisaba al jefe de la célula. Si huía tarde o temprano me hallarían, lucharía sola contra la Agencia Federal de Seguridad, contra los patrones de los guarros y por si fuera poco contra mis propios camaradas. Si confesaba el error y recuperaba la información podrían perdonarme.

¿Qué pasó, linda? -escuché una voz familiar -. Por tu desesperación das la impresión de que algo malo ocurre, ¿Es así? Negué con la cabeza. ¿Tienes el dispositivo? Sí. Dámelo. No está aquí, lo dejé en lugar seguro. ¿Adónde? No, la verdad es que se lo llevó el dueño de esta pocilga, pero lo ignora, va adherido a una vieja máquina de escribir Olivetti; es periodista, su nombre está en las columnas de esos periódicos viejos, daremos con él fácilmente; porque, además, ignora lo de la tarjeta y si diera con ella no imaginaría de qué se trata. ¿Sí?, ¿y si manos extrañas se apoderaran de ella? Dicen que en la madrugada hubo un operativo extraño, raro para unos vecinos que hacen sus aportaciones para que los solapen y protejan. Además reportan la presencia de tipos siniestros que rondaron por aquí toda la mañana. ¿No te dice nada eso? ¿Por qué lo hiciste? Estaba segura que darían con nosotros, si no lo hicieron fue porque el candado por fuera los descontroló. Pensé que lo matarían al convencerse que no sabía nada; y si no entraban, el sedante que le administré lo mantendría dormido hasta mi regreso; además, si no me llevé la tarjeta fue porque estaba segura que los federales darían con ella; creí que el operativo era una acción encubierta para recuperar el dispositivo; me revisaron palmo a palmo y escanearon el morral y su contenido. Supuse que usarían silenciador para no espantar a los vecinos y me buscarían en lugares remotos, sin imaginar que esa misma noche volvería yo por los datos.

Te equivocaste, primor. ¿Cuántas veces te advertí que no mezclaras placer con trabajo? Te creíste muy lista. Sabes lo que te espera, ¿no? Giré, me arrojé a sus pies, lloré, supliqué. Un hombre impasible me observaba. Su elegancia y modales contrastaban con el lugar: traje y abrigo de fino cashmere, corbata de seda, sombrero de fieltro, guantes de piel. Extrajo de su bolsillo una pistola envuelta en un pañuelo de lino, la dejó sobre la mesa, guardó el pañuelo en el bolsillo superior del saco y con suave acento inglés dijo: Querida, siempre te tuve por una profesional, no pierdas esa imagen. Tienes media hora, si en ese tiempo no se escucha la detonación que ponga fin a tu vida subirán por ti y harán que pidas tu muerte a gritos. Esperaremos abajo, así que ni lo intentes, no hay escapatoria. Se tocó el sombrero en gentil ademán y se retiró.

Subió al lujoso automóvil negro. Bajaron los cristales para controlar mejor la situación. Pasada media hora se escuchó una detonación. ¿Subimos? No, contestó el hombre elegante, no tarda la policía. Los vecinos habrán avisado. Se escucharon las sirenas. Los patrulleros subieron las escaleras. Volvieron. Un tipo bajó del auto negro, preguntó qué ocurría. Nada, mi jefe, un bromista conectó una parrilla eléctrica, puso encima una lata y arriba de ella dejó una bala, cuando la lata se puso al rojo vivo explotó el proyectil, pero no hay lesionados, ni arma alguna…

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Agradecimiento para:

Moon-y-Nava , Gustavo De La Cruz Tovar y Francisco José Juliá, cuyos consejos me ayudaron a escribir el cuento. También para los lectores que insistieron para que no abandonara el tema, en especial a mi hija Ale, a Moni Pérez León, Jesús Díaz Villar, Rafa Martínez de la Parra, y Alberto Hernández.

Nota aclaratoria:

Este cuento forma parte de una trilogía: “La carta”, “Donde habita el olvido” y este último, los otros dos cuentos están en esta misma página web. Cada uno es independiente pero hacen mejor sentido si se leen en ese orden.

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