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  • Foto del escritorAlejandro Ordoñez González

Celebrar a la vida

No es que mis padres fueran la pareja perfecta, simplemente encontraron la fórmula para enfrentar unidos los problemas y peligros que amenazan a una relación de tantos años y todavía se dieron tiempo para amarse y ser felices. No es que entre sí fueran tiernos o cariñosos, su relación era más bien adusta y seca, pero por la forma en que se procuraban y se apoyaban era fácil intuir su intenso amor y la dependencia recíproca que existía entre ellos, lo que nos hacía pensar en lo difícil que sería el momento en que alguno de los dos se quedase solo.

El estaba jubilado, así que sin mayores compromisos se iba de vez en vez con viejos amigos a visitar museos del centro de la ciudad, luego a comer a un restorán. La vida transcurría placentera, sin problemas o cambios; sin embargo, un atardecer volvió de su paseo extrañamente platicador y eufórico. La despertó a media noche. Se sentía mal. Ella preguntó si necesitaba ayuda. El dijo que no y se fue a vomitar al baño. Cosa de poca importancia, pensó ella, algún alimento le habrá hecho daño, así que se volvió a dormir. Despertó dos horas después. El seguía en el baño, lo halló recostado sobre una bata, tenía la mirada perdida y su voz sonaba distinta. Lo llevó a la cama. El lucía desconcertado, preguntaba reiteradamente dónde estaba, de dónde venía, qué día era… No aceptaba haber estado en un museo, ni con sus amigos. Ella se fijó en la comisura de los labios, le dio unos sorbos de agua y ante el temor de un accidente cardiovascular lo hizo mover brazos y piernas. Concluyó que no era así pero llamó al médico de la familia. El doctor llegó en la madrugada, después de varias pruebas afirmó que no había infarto ni derrame cerebral, le inyectó un tranquilizante y algo para el vómito. Mi padre había recuperado su lucidez, aunque no pudo recordar lo que había hecho las últimas horas.

Empezaron entonces los tiempos de las consultas, de los estudios, los análisis, las esperanzas fallidas, de la fe que se derrumba, del optimismo que cesa y la rebeldía ante los pronósticos sombríos. Lo internaron dos semanas en el hospital, los especialistas lucían indecisos, no terminaban por descubrir lo que estaba ocurriendo, ni de ponerse de acuerdo entre ellos. Durante ese tiempo mi madre no se separó de él. Apoyándolo, alentándolo, ¿consolándolo? Después, ya se sabe, la búsqueda de la consabida segunda opinión, luego una tercera; la tentación de acudir a otros métodos menos invasivos y dolorosos que alguien recomienda y finalmente una rápida visita a una clínica de Estados Unidos porque se cuenta que ahí… pero no, el primer diagnóstico era acertado. Había dos opciones porque la quirúrgica quedaba descartada, ya que por la ubicación podría dañarse seriamente tejido neurológico. O se sometía a tratamiento o sus días estaban contados. En caso de no hacerlo no viviría más de unas cuantas semanas, sufriría fuertes molestias y dolores -que podrían atenuarse mediante potentes medicamentos- y su calidad de vida se deterioraría sensiblemente. Si optaba por la quimio y radioterapia había una mínima esperanza, quizás pudieran controlar la enfermedad y darle un año con mejor calidad de vida. Aunque cuestionábamos esto último porque habíamos visto lo que padecieron queridos amigos que lucharon infructuosamente por su vida y que aceptaron someterse a los rigores de esos crueles tratamientos que los debilitaron y agotaron hasta convertirlos en una caricatura de lo que fueron; habíamos compartido el sufrimiento de la familia y las tristes condiciones en que terminaron, algo que mis padres nunca comprendieron, ni aceptaron. ¿Por qué? se preguntaban cuando los veían exhaustos ¿por qué no los dejan en paz en vez de hacerlos sufrir, si saben de antemano que no hay remedio?

El tiempo corría inclemente, terminaba el plazo que los neurólogos y los oncólogos dieron para iniciar el tratamiento, pasado éste no habría posibilidad de cambiar de opinión. Mis padres convocaron a una cena en su casa, estábamos ahí hijos, nietos y un reducido grupo de amigos de toda la vida que por su fidelidad y cariño eran considerados parte de la familia. La velada fue un éxito, los nietos tocaron con violín y piano las piezas favoritas de los abuelos y los amigos cantaron. Alguien preguntó: ¿Qué celebramos? La vida, contestó mi padre, celebramos la vida. Después vinieron los brindis y cada uno fue expresando sus deseos. Mi padre lo hizo por las cosas buenas que habían llenado su existencia, mi madre por los amigos y la bella familia que teníamos y porque permaneciéramos unidos siempre. Uno de los nietos nos fue contando uno a uno y al final dijo: caray abue, somos trece a la mesa. Algunos se sorprendieron, otros sonrieron ante la coincidencia, no faltó el comentario sobre quién sería el Judas; pero yo, que conocía a mi madre, supe que no era casualidad, ella había planeado el número de comensales y por supuesto no se refería a ninguna traición. Comprendí el guiño que hacía para quien supiera leer entre líneas: trece a la mesa era una alusión a la última cena. ¿La última cena?

Nos despedimos, mi hermana dijo que pasaría al otro día por ellos para llevarlos a la clínica y evitar que madre manejara. Llegó a media mañana; mi madre, cosa extraña, no salió a recibirla; la chapa de la reja estaba cerrada, buscó sus llaves y abrió. La casa parecía vacía, como si se hubieran ido sin esperarla, pero no podía ser porque estaban los dos autos. Notó que del piso alto bajaban un olor extraño y una música suave. Era imposible respirar dentro del cuarto. Abrió las ventanas, entonces los vio. Estaban acostados. Mi padre de pijama, mi madre con la ropa que usó para la cena. El descansaba sobre un brazo de ella y ocultaba la cabeza en su regazo. Ella lo abrazaba fuertemente y los dedos de la otra mano entretejían los cabellos de mi padre.

El perito concluyó que el accidente lo provocó una abrazadera floja de la manguera que transporta el gas al calentador que usaban en invierno, lo que provocó una fuga imperceptible para el oído y el olfato. Días después me reuní con mi hermana, en la casa de mis padres, para revisar algunos documentos importantes, recordó que cuando los encontró el aparato de música estaba funcionando y que lo apagó en un acto reflejo. Prendió nuevamente el equipo de sonido, se escuchó una melodía tocada por sus nietos en el festival de fin de año escolar, cuando el violín y el piano callaron la pieza volvió a iniciarse. Vimos entonces que estaba accionado el comando que hizo que el Ave María de Shubert se repitiera hasta el infinito…

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