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Foto del escritorAlejandro Ordoñez González

No soy yo.

No lo soy, definitivamente. Por eso odio a ese viejecillo que me espía y se deja ver frente a las vidrieras de comercios y bancos. Lo odio cuando se refleja en las ventanas o en los espejos de los baños, recámaras o el comedor de la casa y me sigue subrepticiamente a donde voy. Soy otro, ¿saben? Mi reino no es un espejo, es la fotografía, como esa en la que se me ve entrando triunfal al Estadio Centenario después de correr cuarenta y cinco kilómetros a campo traviesa, de México a Cuernavaca, en tres horas cuarenta minutos. Soy el maratonista que quedó impreso en cada foto. Soy el que escribe novelas, cuentos, columnas, reportajes. El tozudo, el necio capaz de encerrarse ocho horas para darle vueltas a una misma idea y volver a borrar lo escrito. Soy ese que ven aquí, ignorando a la cámara, con la sonrisa amplia, la mirada clavada en el infinito y la seguridad que da la juventud de poder conquistar al mundo. Soy ese quinceañero bailando en su primera fiesta, estrenando su primer traje, su primera corbata, disfrutando con su primera novia...

Al estilo del poeta Friedrich Hölderlin quien en su vejez, con expresión ausente, pasaba los días meciéndose en un columpio atado a un árbol muy alto, tengo una mecedora en mi jardín donde paso las silenciosas tardes. Está en medio de dos grandes losas de concreto separadas por una angosta franja de césped. Recojo las piernas pues si bajo sin ayuda las piedras se abrirán y caeré por un profundo hoyo que conduce a la madriguera del conejo blanco que cruza pegado a la hiedra, se detiene, olisquea, mueve nervioso los bigotes y reemprende con gran prisa la carrera. Abstraído, sólo reacciono cuando la joven enfermera acaricia mi hombro y me pregunta si deseo mecerme. Toco la palma de su mano, recorro sus dedos y ella empieza a empujarme. La mecedora se convierte entonces en una máquina del tiempo capaz de regresar al pasado, cruzar la frágil línea del presente delimitada por la franja de pasto y lanzarse en pos del futuro. Comprendo la relatividad del tiempo y noto cómo basta un leve impulso para que éste se acelere y vuele; comprendo que sin un incentivo el tiempo se arrastra como un caracol y se vuelve interminable.

En la parte baja del sillón hay un orificio por el que veo el móvil suelo y como si fuera un astrolabio de los usados por los antiguos navegantes distingo, en el nadir, la angosta franja del presente que conduce al pasado o al futuro, según la dirección del movimiento. Comprendo la fragilidad, la levedad del instante que vivimos, esa fantasía que dura lo de un sueño. Cuando el movimiento es violento, al llegar al máximo vuelo distingo las copas de los árboles y al estilo de Haruki Murakami siento que soy Kafka en la otra orilla y me pregunto qué habrá en aquel extremo. ¿Qué ocurrirá si cruzo esta zona luminosa y vuelo hasta alcanzar el lado oscuro de la luna?

Las noches son terribles, escucho el silencio cósmico, las vibraciones que desprenden los quásares, la vorágine de los hoyos negros devorando una galaxia, el paso de los cometas y el desplazamiento de los planetas en sus órbitas. Además a menudo vienen a visitarme mis muertos. Mueven objetos, hacen ruidos, escucho susurros. Enciendo la lámpara de seguridad, que usa la enfermera para no caerse, y me incorporo lentamente, distingo en la penumbra al fondo de la recámara, en el espejo del tocador, una espectral silueta que emerge desde abajo y en la medida que me muevo se levanta amenazadora. Me agacho, levanto las manos, agito los dedos imitando el vuelo de las aves y se asoman al espejo oscuras golondrinas Becquerianas. Apago la lámpara, levanto una, luego las dos manos, me incorporo y sólo hasta que me convenzo que el intruso se ha ido vuelvo a acostarme.

Entonces pasa por la calle una patrulla y bajo los reflejos de las luces rojas y azules se dibuja en el techo un enorme ojo, luego otro, la nariz, una gran boca que sonríe gatunamente al estilo Cheshire y sin esperar pregunta advierte: si sigues ese camino hallarás al sombrerero… Lo malo es que está loco. No me gusta, contesto. ¿Qué camino debo tomar? Cualquiera, repite, todos conducen a la locura, ¿no lo sabías? La imagen del gato avanza por el techo, baja por la pared, siempre sonriente, desaparece pero su voz se escucha aún cuando la patrulla se ha marchado: Los únicos cuerdos son los perros, ¿comprendes?

La cama se mueve bajo el peso de alguien, ¿de quién? Intento moverme, algo lo impide. Grito desesperado, se abre la puerta, entra la bella enfermera, pide que me corra al centro de la cama, se recuesta a mi lado, mi rostro queda arropado en su regazo, me acaricia, mesa mis cabellos y me consuela como si fuera una criatura, deslizo mi rodilla por su entrepierna y sollozando empiezo a frotar; con el instinto de un bebé busco su seno, siento cómo se pone duro el tejido, a través de su ligero camisón empiezo a chupar, bajo la tenue luz de la lámpara observo cómo la húmeda tela se vuelve transparente y se imprime nítida su aureola, ahora es mi muslo el que la frota, percibo sus líquidos vitales y siento empapada mi pijama. Duermo, sueño con ella, recuerdo su expresión al saber que serán suyas mis fincas, fortuna y heredades. Imagino la cara de mi parentela cuando lo sepa, sobre todo porque piensan que soy un desquiciado, no saben que de locos y de santos están llenos los altares.

Odio las primeras horas de la mañana, cuando temo por mi vida. Al afeitarme aparece al otro lado del espejo un tipo gordo, calvo, feo, ojos saltones, hinchados por las desveladas, que me mira con odio y con desprecio. Llegué a creer que se burlaba de mí porque repetía acuciosamente mis movimientos, pero estaba equivocado, soy su esclavo y es él quien me obliga a repetir sus actos. A veces decido no rasurarme pero apenas entro al baño toma el tarro de jabón, humedece la brocha y sin pedir opinión me embadurna la cara, abre la navaja y la afila contra el grueso cincho de cuero, me mira amenazador, sonríe vengativo y con mirada hipnótica me obliga a seguir sus movimientos; de pronto el ardor y el dolor se hacen presentes; él sonríe, unas persistentes gotas de sangre salen de la cortada y escurren hasta el piso. Lo que no sabe es que he comprado una nueva navaja de acero toledano, cachas de nácar y que a escondidas, donde él no puede verme la he venido afilando al grado de poder cortar el canto de una hoja de papel. Lo tengo todo previsto, entraré como si nada, lo saludaré para que se distraiga, dejaré que me embadurne su espuma; de la bolsa de la bata, que no es visible para él, sacaré la nueva hoja, silbaré las arias de sus óperas consentidas, empezaré por las patillas, suavemente iré bajando hasta la barba, entonaré Carmen y cuando se deje llevar por el embrujo lo degollaré con rápido tajo. Espero ser eficaz y que el espejo sea capaz de contener su sangre y su odio, detesto las quejas de los moribundos y ese olor y esa consistencia pegajosa que suele dejar la sangre.

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