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Foto del escritorAlejandro Ordoñez González

Oztotéotl, Dios de las Cuevas

Eramos tres amigos, sería nuestra segunda visita a Chalma, nos sumábamos a los miles de creyentes que van al santuario; caminaríamos los kilómetros de la ruta, con mochila al hombro, entre tupidos bosques que desorientan a los peregrinos que remontan empinadas cuestas o descienden por sufridas barrancas con riesgo de extraviarse y de internarse por regiones solitarias, durmiendo a la intemperie en un ambiente húmedo y frío que se acentúa por las noches. Partimos sin guía no obstante los peligros que acechan en el recorrido. Terminaba el cuarto día, teníamos horas sin saber dónde estábamos; rodeados por altos riscos veíamos caer las sombras de la tarde. Nos habían advertido de un peligro: el Cerro de las Brujas. Por ningún motivo debíamos pasar la noche ahí. A pesar de no haber viento los árboles agitaban sus ramas y una neblina azul nos seguía. Ignorábamos si las rocas que se alzaban hacia el horizonte formaban parte del malhadado cerro. Perdida la vereda habíamos caminado por aquellos páramos sin rumbo fijo y ahora descansábamos al costado de una piedra cuyos contornos semejaban a un hombre sentado en el suelo, que parecía llorar, pues en sus ojos brillaban dos gotas de agua. Nadie se quejaba, pero estábamos frente a un problema que rebasaba nuestra experiencia de acampadores. Lo vimos, por sus huaraches, sombrero de palma y morral supimos que era campesino. Preguntó qué hacíamos ahí próxima la noche; tendríamos que irnos de inmediato. Dijimos que íbamos a Chalma a cumplir una manda y estábamos perdidos. Pidió que lo siguiéramos.

Estaba oscuro cuando llegamos a su jacal. Terminada la cena el viejo, a la luz de las ascuas, comenzó su relato: Eran tiempos en que los demonios andaban sueltos. Caída Tenochtitlán los hombres barbados violaban a las mujeres y nos esclavizaban. Los tatas se levantaron en armas Malinche enfurecido mandó a sus teules y a sus aliados para acabar con la rebelión, pero no conocían estos parajes. Así, se internaron en las montañas, azuzados por los tatas que se escondían de día y salían por las noches a soltar vara y flechas, para luego huir al Cerro de las Brujas que era adonde querían llevarlos. Un amanecer, cuando todo parecía tranquilo los enemigos creyeron que por fin tendrían reposo, pero llegaron los tatas con flechas incendiarias. Los españoles veían puntos rojos como luciérnagas, que brotaban de entre los árboles y en vuelo veloz llegaban a su campamento, causando muerte y desconcierto entre ellos y sus bestias.

La noche siguiente pusieron más velas y redoblaron sus esfuerzos. No lo sabían, pronto lo comprenderían. Estaban en el Cerro de las Brujas y al ver las chispas que éstas desprenden cuando vuelan creyeron que eran atacados así que ordenaron a la carga y se internaron entre las peñas. Al otro día reinaba la paz, no quedó un español, un tlaxcalteca, un caballo… Cuando Malinche sospechó que algo extraño había ocurrido envió espías quienes informaron que su ejército había desaparecido, como si se lo hubiera tragado la tierra. No había muertos, heridos o prisioneros, ni siquiera armas tiradas. Pacificada esta tierra llegaron los frailes agustinos. Creyeron que estábamos evangelizados pero una noche siguieron a unos indios hasta una profunda cueva donde se veneraba a Oztotéotl, o Dios de las Cuevas, como era para entonces conocido. Vieron el sacrificio de varios jóvenes porque Oztotéotl era un dios sanguinario que exigía su tributo de sangre humana. Los agustinos huyeron espantados ante tanta crueldad, pero volvieron al día siguiente para destruir al Dios de las Cuevas, sólo que al llegar ahí encontraron que el ídolo había sido derribado y a su costado se hallaba un impresionante Cristo Negro, al que dejaron en la cueva hasta que construyeron su templo y lo trasladaron. Santo Señor de Chalma le llamaron, que viene de los vocablos nahuas: chall, boca y maitl, mano, por aquello del acto de santiguarse.

Pero si el Dios de la Cueva era sanguinario el Señor de Chalma es exigente con sus devotos, no permite dudas, reproches o promesas incumplidas. Las veredas que van a Chalma están llenas de hombres que fueron convertidos en piedra porque se quejaron de las dificultades que hallaban en el camino; por eso almas piadosas ruedan algunos metros esas grandes rocas para que algún día lleguen hasta el templo, cumplan su manda y les sea retirado el castigo. Hoy nadie sabe dónde está la cueva en que fueron hallados Oztotéotl y el Santo Señor de Chalma, aunque los clérigos inventaron un lugar para los crédulos. Dicen que su entrada está sellada y sólo deja pasar a los elegidos. El tiempo transcurrió y los desaparecidos se multiplicaron. Hace años llegaron hombres armados, andaban a la caza de unos alzados. Derribaron las puertas de los jacales, violaron a las mujeres, los hombres y los niños fueron golpeados, los ancianos vejados, hasta que se fueron rumbo al Cerro de las Brujas, de donde no salieron, ni se volvió a saber de ellos.

Despertamos. El campesino se había marchado. Retomamos el camino sin rumbo cierto hasta el oscurecer; volvimos a ver árboles danzantes y el arroyo desprendía fosforescencias diabólicas; una neblina azul nos envolvió y al deshacerse vimos las chispas rojas que desprenden las brujas al remontar el vuelo. Tronó el cielo, el firmamento se llenó con las electrizantes luces de los relámpagos, los rayos caían sobre los pinos dejando lenguas de fuego. Primero fueron unas gotas, luego se desató la tormenta y era tan tupida la cortina de agua que nos cegaba. Siguió una granizada, el hielo nos golpeaba orejas, nariz y manos, provocando un dolor que se agudizaba por el frío que vestía de blanco el páramo. No podíamos quedarnos a la intemperie, si no hallábamos refugio moriríamos de hipotermia. Remontamos los riscos hasta descubrir una cueva. No pudimos guarecernos a la entrada por el viento gélido así que prendimos las lámparas y nos adentramos por la gruta, en busca de abrigo. Caminamos durante horas. De pronto, a pesar de la herrumbre, bajo la luz de las lámparas brillaron petos y yelmos de antiguas armaduras castellanas, espadas toledanas y huaraches junto a macanas de madera con puntas de obsidiana, mezcladas con armas de grueso calibre y radios. Llegamos a una galería amplia. Saltamos de miedo al ver en aquel recinto al ídolo siniestro que representa al Dios de las Cuevas, quien parecía mirarnos severamente; bajo sus piernas cruzadas, la enorme piedra de los sacrificios, con una cavidad para depositar el corazón de las víctimas y un canal tallado sobre la plancha que llega hasta una orilla donde hay un cuenco para recibir la sangre humana. Debajo del ara un pedestal sostiene a todo el conjunto. Un pedestal de piedra en forma de cruz y en ella esculpida la figura sangrante, doliente, sin vida, de Cristo, cuyas rodillas flexionadas han dejado de sostener el peso del cuerpo, la barbilla clavada en el pecho de ese Jesús que se nos ha muerto. Oztotéotl y el Cristo Negro unidos para siempre por el sincretismo religioso. Están ahí el dios despiadado que exigía sacrificios humanos y el que escogió ser víctima para salvar a la humanidad; y en esa unicidad del universo, podríamos decir, sin ser blasfemos: El Santo Señor de Chalma… y también de las Cuevas. Caímos de rodillas, sabedores que la muerte estaba próxima. Pedimos perdón por la profanación de ese lugar sagrado. Perdón por la falta cometida. Dijimos a Oztotéotl que lo amábamos al igual que nuestros antepasados, los hombres y las mujeres del maíz, porque al hacerlo honramos al Santo Señor de Chalma. Prendimos unos cirios pascuales que había a los costados de la cruz, En un brasero quemamos copal, incienso y mirra; lo levantamos y dirigiéndolo hacia los puntos cardinales sahumamos aquel recinto sagrado. Nos santiguamos, con las puntas secas de una penca de maguey nos pinchamos los pulgares hasta que gruesas gotas de sangre humedecieron el ara donde depositan los corazones de los sacrificados. Supusimos que nos habría perdonado y podríamos seguir hacia Chalma. Apagamos los cirios y reiniciamos el camino. Teníamos doce horas caminando por la caverna. Se apagaron las lámparas, entre la oscuridad reiniciamos la peregrinación. Nuestras cabezas chocaban con los techos. Los codos y rodillas se nos escocían por las caídas al tropezar con los pedruscos. Terminó la oscuridad. Llegamos a una galería alumbrada con la luz que se filtraba por algunos orificios que había en la bóveda, bebimos las aguas cristalinas de un arroyo y vimos las raíces del ahuehuete sagrado, adheridas a las paredes de la gruta, estábamos en el nacimiento del manantial bendito. Salimos de la cueva, una neblina azul nos envolvió como si se negara a soltarnos. Una blanca luz cegadora la hizo jirones. Un aire tibio con olor a hierba inundó el ambiente. Oímos caracoles, flautas, chirimías, panhuehuetles, teponaztles y atabales; empezamos a bailar con el orgullo y la fiereza con que lo habrán hecho los caballeros águila y los caballeros tigre, al volver victoriosos de la guerra… Un alma piadosa nos adornó las sienes con coronas de flores blancas que se tiñeron de rojo por la sangre que brotaba de las heridas; y nosotros, como santocristos, recorrimos los cuatrocientos metros que separan al panteón, del santuario, llegamos hasta el altar mayor donde se custodia al Cristo Negro, al Santo Señor de Chalma, gruesas gotas de sangre oscura salpicaron las baldosas del templo. Nos hincamos, besamos el piso del recinto y sin pronunciar palabra lloramos, lloramos, lloramos…

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