Hugo y yo nos hicimos novios en la prepa y fuimos juntos a la universidad, aunque él estudió arquitectura y yo derecho. Al terminar la carrera nos casamos. El ingresó a una constructora y yo a un despacho jurídico. Eramos felices, con nosotros se cumplía la máxima de mi madre: para que la pareja perdure antes que nada deben ser amigos. Coincidíamos en gustos y forma de pensar. Ibamos al gimnasio y nos gustaba el ciclismo de montaña, los fines de semana hacíamos largos recorridos por los parajes que rodean la ciudad.
Trabajaba duro, fui asignada para implantar en un banco un sistema para controlar en línea sus procesos judiciales. Una firma canadiense diseñaría el sistema y yo vería que se cumplieran las necesidades jurídicas. Así conocí a Jean, socio consultor. Nuestra convivencia fue total: compartíamos despacho y mesa de trabajo, llegábamos y salíamos a la misma hora, comíamos juntos y nos apoyábamos ante los funcionarios. Jean era un hombre atlético, apuesto, inteligente, culto, jamás me asedió, quizás por eso un fin de semana me sorprendí pensando en él. Sin percatarme creció mi interés. Odiaba los viernes y esperaba con ansia los lunes. Mi admiración por la cultura francesa creció y la Piaff y Aznavour me acompañaron en mis prolongados insomnios.
Hugo percibió el cambio, reclamó mis fugas en la convivencia y hasta en la intimidad. Jean y yo hicimos un viaje de trabajo. Disfruté su cercanía varios días, sólo nos separábamos para dormir. Parecíamos una pareja enamorada. La última noche Jean me invitó a bailar, yo me negué. Ya en mi cuarto lamenté no haber aceptado y que él no hubiera insistido. Sonó el teléfono del buró, contesté entusiasmada. Para mi desencanto era Hugo. Concluí que me espiaba, quería saber si estaba en mi habitación, de otra manera habría hablado al celular. Descargué mi frustración, le reclamé su desconfianza, colgué furiosa y le marqué a Jean; acepto, le dije, pero no a bailar, tomemos una copa en el bar. Platicamos, no propuso nada, sólo se desahogó. Comprendí que compartíamos el mismo sentimiento, aunque dejé claro que no podría estar con ningún hombre mientras viviera con Hugo a quien respetaba y seguía amando. Jean me dio la razón, pero al acompañarme a mi cuarto noté su inquietud, como él habrá percibido la mía. Besó mi mejilla y prolongó la despedida. Quizás esperó que lo invitara a pasar, yo deseaba lo mismo.
Regresé a casa. Comprendí el sufrimiento y la desesperación de Hugo, así que aunque en la realidad no había pasado nada -solo estaba en mi mente-, le conté todo; él se sintió agraviado y ofendido. Se calmó hasta que le juré que seguiría siendo fiel y antes de engañarlo preferiría dejarlo. Pensé que me había pasado de sincera. Esa noche hicimos el amor como cuando éramos jóvenes. Me vio tan excitada que se tranquilizó, lo que no le dije es que mientras él hacía el amor con el recuerdo de aquella jovencita frágil que fui, yo imaginé que era Jean y fue a él a quien me entregué y por quien disfruté como nunca.
Terminó el proyecto. El banco nos despidió con una comida. Jean volaría a Montreal y yo me reincorporaría al despacho. Brindamos, la felicidad y la tristeza se mezclaban por el triunfo y la separación. Llevé a Jean a su casa. Quería invitarme una copa; me negué, estaba mareada. Sugirió un café. No te volveré a ver, dijo. Acepté. En vez de café me dio una copa de licor, luego otras. Era tarde, me despedí. Besó mi mejilla. Buscó mis labios, no pude rechazarlo. Nos besamos, acariciamos y arrancamos la ropa (rodaron dos botones de mi blusa). Con la furia contenida durante meses nos unimos en un abrazo doloroso. Después del éxtasis conversamos largo rato. Estaba yo feliz, había encontrado el amor. Repetimos el ritual y nos quedamos dormidos. Pasaba la media noche, Jean fue al baño. Su celular vibró, luego sonó el teléfono del buró. Me preguntaba qué hacer. Funcionó la grabadora, se escuchó una amorosa voz de mujer, luego la tierna voz de una niña. No supe lo que decían en francés, pero entendí el sentido del mensaje. Jean, con el rostro enrojecido, trató de justificar lo injustificable, de aclarar lo que estaba muy claro. Me vestí de prisa, conteniéndome para no llorar. Azoté la puerta. Creí que iría tras de mí, pero no lo hizo. Manejé mareada, llorando, lamentando el engaño, aunque no había tal, Jean no mintió, sólo me hizo sentir que era un hombre libre, yo imaginé el resto. Hugo aguardaba en la sala, en un instante comprendió todo. Para colmo descargué mi ira contra él, por su culpa era infeliz. Lo miré iracunda y me encerré en el cuarto que compartíamos, él no insistió. Pasé la noche sin dormir, deseando que Jean me hablara, que inventara una excusa, que yo creería, y me pidiera regresar a su lado.
Al otro día, ya tarde, salí del cuarto, Hugo no estaba, creí que volvería. Me dolía la cabeza, tenía resaca y estaba hinchada de tanto llorar. Dormí. Desperté temprano, era domingo, Hugo no había vuelto, supuse que incapaz de soportar la decepción me habría dejado. El lunes fui al despacho. Al volver vi que había mensajes en la contestadora, supuse que Hugo se habría tranquilizado, pero no era él, lo buscaban de la constructora, no había ido a trabajar. Imaginé su depresión. El martes en la noche se repitió la escena. Sonó el teléfono, era su papá, como pude le expliqué la situación. Fue a la casa, Hugo había dejado todas sus cosas, sólo se llevó su bicicleta y su auto. El miércoles fuimos a los sitios donde nos estacionábamos mientras paseábamos en bici. No hallamos el carro ni a los cuidadores de fin de semana. Levantamos un acta, el MP me veía con desconfianza. Suele ocurrir, dijo a mi suegro, cuando el marido descubre que la mujer lo engaña, llega a abandonar familia, trabajo, casa, posición, riqueza; en fin, dejan todo en busca de una nueva vida. El sábado regresamos al lugar. Hablamos con unos cuidadores que nos conocían. Sí, dijeron, el carro estuvo aquí el sábado pero a él no lo vimos. El domingo ocurrió igual, cuando nos fuimos al atardecer seguía aquí. Creímos que estarían acampando en el bosque; el lunes volvimos y ya no estaba el coche.
Buscamos a Hugo durante semanas. Brigadas de rescate se internaron entre las montañas, policías en cuatrimotos, otros a caballo, campesinos a pie. No encontramos siquiera algún indicio que nos diera una esperanza y el auto y la bicicleta jamás aparecieron. Tampoco volvimos a saber de Hugo. Durante mucho tiempo alimenté la esperanza de volver a verlo. Hoy he llegado a la conclusión de que eso no ocurrirá y espero que donde se encuentre haya logrado perdonarme.
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